- La detección oportuna permite preservar la visión y prevenir consecuencias irreversibles.
- Herencia genética y antecedentes familiares.
- Factores raciales que influyen en la incidencia.
- Infecciones durante el embarazo, como rubéola, herpes, sífilis, varicela o toxoplasmosis.
- Falta de control prenatal en zonas con acceso limitado a servicios de salud.
- Mayor prevalencia en regiones como África y Latinoamérica, en comparación con países nórdicos, Estados Unidos o Europa.
Signos de alerta de una posible catarata congénita
Existen ciertos signos que pueden indicar la presencia de una catarata en un recién nacido o lactante:
- Leucocoria: Reflejo blanquecino en la pupila. En lugar de lucir negra y transparente, la pupila se presenta blanca u opaca.
- Estrabismo: Desviación ocular. Uno o ambos ojos no se alinean correctamente.
- Nistagmus: Movimientos rápidos, repetitivos e involuntarios de los ojos.
- Fotofobia: Sensibilidad exagerada a la luz. El niño muestra incomodidad, cierra los ojos con fuerza o evita la luz directa.
- Cirugía y tratamiento
Dependiendo del caso, la catarata congénita suele operarse entre los 12 y 18 meses de vida. El procedimiento consiste en retirar la cápsula anterior del cristalino, eliminar el contenido opaco y colocar un lente intraocular adaptado al crecimiento del ojo. Este cálculo busca que, al finalizar el desarrollo visual —alrededor de los 6 o 7 años—, el niño alcance una visión cercana a la normalidad. El éxito del tratamiento no solo depende de la cirugía, sino también del seguimiento posoperatorio, que permite estimular la visión y prevenir complicaciones.
¿Qué ocurre si no se trata a tiempo?
Si no se realiza la cirugía de forma oportuna, la catarata congénita impide el desarrollo normal de la visión, generando ambliopía o “ojo perezoso”. Aunque se retire la catarata más adelante, la visión no se recupera, ya que el ojo necesita estímulo visual adecuado en los primeros tres años de vida para madurar correctamente.
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