A días de celebrarse la Navidad, el nacimiento más importante de la fe cristiana, Domingo visitó la ex Maternidad de Lima para hablar con las mujeres que más bebés traen al mundo: las obstetras. Entre carencias y dificultades nunca han dejado a un bebé y a su madre solos.
Kimberly está por llegar. Su nacimiento causa alboroto en una de lassalas de parto de la ex Maternidad de Lima, en Barrios Altos. Su madre, la huancavelicana Marlene Escobar, de 19 años, espera echada sobre la camilla, tocándose la panza, aguantando el dolor en silencio, cual mártir, buscando de dónde agarrarse para enfrentar lo que se viene. Alrededor de ella y bajo la luz del quirófano se mueven con pericia y sin perder la compostura las obstetras Carmen Zásiga y Sonia Chunga, junto al técnico Jorge Rodríguez, que acomoda guantes de goma, algodones y tijeras sobre una mesita de metal. Todo se alista para el parto.
Zásiga, poniéndose doble guante en cada mano y terminando de amarrarse el mandil, le dice a Marlene:
–A ver hija, levanta la cabecita, cuando viene una contracción vas a pujar... No, así no. No hagas ruido al pujar, pierdes fuerza. Vamos, a ver hija, colabora.
Marlene, sin fuerzas y con la comisura de los labios llena de sudor, solo dice “Okey” a todo.
Mientras tanto, el tiempo corre y cada minuto que pasa es crucial para el nonato. Preocupadas, entran en escena algunas enfermeras y otras obstetras a observar cómo evoluciona este alumbramiento.
Es increíble ver cómo el pequeño ser que es Kimberly ha movilizado a tanta gente hasta ahora. Por ella, los del área de sala de partos del centro de nacimientos más antiguo de Lima, el Instituto Nacional Materno Perinatal, se mueven con sincronía musical: una enfermera revisa la sonda de la mamá, otra acerca a la barriga el micrófono del doppler, una maquinita que parece una radio de juguete, por la que se escuchan los latidos del corazón de la bebé, sonido que en este momento invade toda la sala.
Kimberly está bien, todos se miran aliviados y ya va nacer. Está en manos de las que probablemente son las obstetras más experimentadas de Lima.
El barco no se hunde
Haciendo cuentas, Carmen Zásiga –una robusta obstetra, que tiene un cuarto de siglo atendiendo partos– concluye lo siguiente: en promedio, desde que empezó a trabajar en el gobierno de Alberto Fujimori, en los noventa, ha ayudado a parir a más de 20 mil mujeres.
–Cuatro partos por turno, como mínimo, porque hubo una época en que atendía hasta diez– dice.
Ella, junto a Yolanda Quispe, Amelia Martínez, Olinda Gutiérrez y Sonia Chunga, son las obstetras más antiguas del hospital, las más duchas recibiendo recién nacidos, las que no recuerdan cuándo fue la última Navidad que pasaron con sus familias porque tuvieron que cumplir la guardia esperando a más parturientas.
–Para muchas madres la imagen de la obstetra es la de la maldad– les digo, por el maltrato que algunas aseguran haber sufrido.
–La gente confunde rigor con maldad. Hay pacientes que llegan desesperadas, que no se han preparado para el parto, que cierran las piernas, que se arrancan el suero. Algunas hasta te agreden. A ella una vez le cogieron fuerte del seno y no la querían soltar– dice Zásiga refiriéndose a su colega Amelia Martínez. Yo no puedo ser cómplice de esa actitud.
El estrés y el susto siempre van a estar presentes en una sala de partos y más en un hospital estatal. Pero, ¿qué pasa cuando en medio del nacimiento hay un apagón o se acaba el hilo para coser?
Ya que son las más antiguas, estas obstetras han tenido que sortear crisis, períodos de escasez que por poco y hunden a este enorme barco que es la Maternidad.
Dos mamás en una cama
Retrocedemos en el tiempo. Sin dejar de prestar atención al timbre (que es la alarma que anuncia un parto) las obstetras cuentan:
–Aquí hemos trabajado desde los tiempos en que se usaban jeringas de vidrio y agujas de metal que se hervían y se volvían a usar. Nada se botaba– narra Yolanda Quispe, 30 años de servicio.
Era la crisis del primer gobierno de Alan García, los duros años ochenta, tiempos en los que nada alcanzaba, sobre todo en la Maternidad, que en esa época era el escenario de los nacimientos de los más pobres.
–Faltaba de todo– dice Olinda Gutiérrez, 40 años de servicio. –Los guantes de goma (esos descartables) también se hervían para ser reutilizados y si tenían huequitos se parchaban como llantas de bicicleta. No había sábanas, como la gente era tan pobre y no tenían para la ropa del bebito, se les confeccionaba ropita con los retazos. Las camas tampoco alcanzaban. Una sola era ocupada por dos mujeres y sus bebés. Una iba en la cabecera y la otra abajo y como las bases de las camas no eran fuertes, se hundían como hamacas. Ya te imaginarás la incomodidad– relata Olinda.
De ahí viene el término “dupleta”, que es como bautizaron las obstetras a esta forma de distribuir a las parturientas en las camas.
Era época de crisis económica y terrorismo, de los apagones que las pescaban con la cabeza del niño a punto de salir. No había grupo electrógeno como ahora; debían continuar a la luz de velas. Los peruanos venían al mundo en penumbras.
–Eran tiempos difíciles. A la Maternidad llegaban provincianas embarazadas que se habían fugado de sus tierras. Al dar a luz, muchas de ellas rechazaban al bebé, no los querían ver. Me contaban que habían sido abusadas por los terroristas y por los militares, no sabían quién era el papá– señala Carmen Zásiga.
De regreso al parto
El timbre rompe la tensión de la conversación. En la sala de emergencia está esperando Marlene, la mamá de Kimberly, la pequeña a la que dejamos a medio camino.
Ya en medio de la labor, mientras Carmen Zásiga da su tercer respiro y le exige a Marlene que siga pujando, recordamos lo que hablamos sobre la maternidad y sobre todo lo que ha visto.
–Lo más terrible que puede pasar es que el bebé se muera. Yo tuve a un bebé macrosómico, uno grande de más de cuatro kilos. Hicimos de todo, salió la cabecita pero no pudo salir el cuerpo, se fue perdiendo el latido y lo perdimos. No sabes lo duro que fue alcanzarle el cuerpito pálido y sin vida a la madre, fue inevitable llorar– nos dice Zásiga.
Ver parir a una niña de 12 años también es duro, así como ver morir a una madre por una hemorragia que no se pudo controlar. Que obliguen a una madre a llevar el embarazo de un bebé con anencefalia (que no tiene cerebro), sin riñones u otra malformación también es cruel, nos dijeron las obstetras.
Hay un porcentaje de madres –mínimo, pero real– que llega a matar a sus hijos. El dato macabro se nos queda en la cabeza cuando terminamos la visita a la sala de partos de la Maternidad. La semana pasada –nos contaron las obstetras– una paciente asfixió a su neonato en su habitación.
–Sobre todo antes, algunas madres se escapaban dejando a sus bebés en la incubadora. Era común ver niños viviendo en el hospital. ¿Quién sabe lo que hacen las madres con sus bebés cuando salen de aquí? Nadie– remata la obstetra Olinda Gutiérrez,quien nos hace dudar sobre eso de que "toda madre es una santa".
Finalmente, Kimberly ha nacido. Ha salido llena de grasa y tan resbaladiza como un pez. Carmen Sáziga la coloca sobre el pecho de la mamá. La cubren con una manta de felpa. Luego le cortan el cordón umbilical. El trabajo de la obstetra terminará cuando la madre se ponga de pie. No importan los horarios de salida, las obstetras trabajan doce horas por turno, pero si sobreviene un nacimiento no les queda otra alternativa sino seguir, así sea con apagones o en temblores. Ellas no pueden tirarle un portazo a la vida.
0 comentarios:
Publicar un comentario